jueves, 5 de agosto de 2010

Valla Invicta

Rómulo Lisandro Benítez: un nombre que dicho fuera de mi pueblo tal vez no signifique nada. Pero en mis pagos esas tres palabras tienen una resonancia casi mágica. Los ancianos, al oírlas, asienten silenciosa y repetidamente, con los ojos perdidos en la nebulosa del tiempo. Los chicos adoptan el aire artificioso y solemne que suponen adecuado para las ocasiones sublimes, como cuando suenan las estrofas del Himno, o se iza la bandera. Basta mencionar ese nombre en cualquier reunión para que los presentes se lancen a una competencia desenfrenada por demostrar que cada cual es casi un amigo íntimo del héroe. Todo detalle intrascendente vale en esas ocasiones. Desde haber sido vecinos en la infancia, hasta estar casado con una prima segunda de su mujer, pasando por haber compartido la fiesta de casamiento de un ignoto conocido en común, o haber enviado a los chicos al mismo colegio en el que estudiaron los suyos.
El lector podrá preguntarse el motivo de semejante orgullo. La causa es sencilla. Rómulo Lisandro Benítez es, según nuestras estadísticas, nada menos que el arquero que posee el récord mundial de valla invicta en partidos oficiales.
Cualquiera de nuestros niños puede recitar la cifra pasmosa: tres mil ciento veintidós minutos sin recibir tantos en contra, defendiendo la valla del Atlético Fútbol Club. En la confitería del club, en el atrio de la iglesia, en el salón de actos de la delegación municipal, perduran al amparo de los siglos tres idénticas placas de bronce que celebran la memoria del evento. En grandes letras se lee: «A RÓMULO LISANDRO BENÍTEZ, SU PUEBLO AGRADECIDO». Inmediatamente debajo, la cifra de su récord, en números y en letras. Por último, la fecha inolvidable: 4 de diciembre de 1942.
Ahora que ya voy ingresando en los vericuetos de la vejez, de vez en cuando se me da por acordarme de cómo fueron las cosas. Y cuanto más me las acuerdo, más increíble me parece el modo en que Rómulo cruzó el umbral de la historia. La peculiar concatenación de circunstancias, azares, confabulaciones y mentiras que lo fueron poniendo de cara a la posteridad. Esto que voy a relatar quedará escrito aquí, en mi estudio, entre tantos y tantos papeles inútiles. Jamás osaría darlo a publicidad, Dios me libre y guarde. En mi pueblo sería tomado por una traición insoslayable, que terminaría pesando con un manto de oprobio sobre mi descendencia. Se me acusaría de mentiroso, de artero, de dañino, de envidioso. Se diría que me he vendido, que he sido corrompido para mancillar los lauros indelebles de mi raza. Por eso le pido a aquel de mis hijos que luego de mi muerte emprenda la tórrida tarea de revisar mis escritos que, por amor a su padre, tenga la prudencia de mantener éste en secreto, o al menos cambie a su antojo las fechas, los nombres, los lugares.
Lo primero que debe ser dicho es que hay un fondo de verdad en el mito de Rómulo. Es absolutamente cierto que el arco del Atlético Fútbol Club permaneció invicto durante tres mil ciento veintidós minutos, más o menos. Y digo más o menos porque de entrada nadie supuso que había que empezar a contar los minutos, de modo que ninguno supo nunca a ciencia cierta cuánto duraron los primeros quince o dieciséis partidos. El Atlético jugaba en un torneo regional de diez equipos, con partidos de ida y vuelta. Todos ellos eran endemoniadamente pésimos, y la única excepción –el Club Esperanza, de la cabecera del municipio– había ascendido tras el campeonato 1940.
En 1941 nuestro team consiguió el título sin derrotas y, por añadidura, sin recibir goles en contra. En el júbilo del campeonato obtenido nadie se detuvo demasiado a considerar que se habían jugado unos mil seiscientos veinte minutos sin tantos del adversario. Se lo mencionó como un dato más entre otros que hablaban de nuestra superioridad manifiesta. Pero fue entonces cuando desde la capital llegó la noticia de que el gobernador había suspendido los descensos en el torneo provincial «por única vez y como medida de excepción» y con el objeto de «evitar males mayores». Los males mayores eran que descendiese al torneo local el Esperanza, el club del pueblo del que era oriundo, precisamente, el citado gobernador. De modo que en 1941 no hubo descensos, pero tampoco ascensos.
La desolación hizo presa de nuestras gentes. La rabia y el dolor se mezclaron con fuerza explosiva, y hasta el jefe de policía debió intervenir en persona para disuadir a los miembros de una logia secreta que planeaba el magnicidio del insolente mandatario provincial.
Fue entonces cuando algún iluminado, en medio de la desolación y el tormento, llamó la atención sobre el récord incipiente de nuestro guardavalla. En aquellos años, cuando no había pasado más de una década desde la creación de una liga profesional en el país, la estadística no interesaba demasiado. Pero mi compinche Lito Gutiérrez, que hacía por entonces sus primeras armas en un diario de Buenos Aires, demostrando una ejemplar capacidad de anticipación a los tiempos futuros, insistió en que había que machacar con la consumación de un récord histórico. En arengas memorables porfió que la marca de «valla invicta», como la denominó desde entonces, sería un galardón indeleble que los otros clubes argentinos envidiarían por los siglos de los siglos.
Convocado por nuestros prohombres más esclarecidos –el párroco, el delegado municipal, el comisario, el presidente del club, el dueño de la acopiadora y el de la tienda– Lito consideró que los mil seiscientos minutos acumulados eran una marca notable. Y añadió que si el club podía doblar esa cantidad, mediante otra performance similar en 1942, era asunto liquidado. En un panorama de creciente emparejamiento de las potencias futbolísticas de unos y otros (y en este diagnóstico mi amigo del alma era casi profético), el Atlético Fútbol Club de Loma Baja se pondría a salvo de cualquier impugnación futura.
Rápidos cálculos hicieron pensar que otra ronda similar, teniendo enfrente a una manga semejante de matungos como los que abundaban en el regional, no era cosa de otro mundo. En la tranquilidad de estar sembrando para futuras abundancias, mi pueblo durmió dulcemente el sopor del verano.
No obstante, al llegar marzo se planteó el problema del arquero. Esta es la primera de las trampas hechas a la historia. Rómulo no fue el arquero durante todo el tiempo de la racha. De hecho, durante 1941 ni siquiera integró el banco de los suplentes. El guardameta era Diego Pórtela, un hijo de portugueses calladito y ágil que a principios del 42 se cayó de la moto y se lastimó una rodilla. No lo sabía, pero el porrazo le costaría que las puertas de la inmortalidad se le cerrasen en las narices. Tres meses de yeso, varios más de rehabilitación, asunto terminado. Podrá el lector sospechar que entonces sí apareció en escena nuestro prócer. Pero no, aún no.
El arco fue ocupado por Ernesto «Tito» Lorenzo, cuyas proezas en el fútbol sobre pista lo condujeron casi en andas a la titularidad. Ahí sí, al menos, Rómulo Benítez accedió al banco de suplentes. Lorenzo tuvo poco trabajo en los catorce partidos que debió jugar, pero cuando lo exigieron respondió con suficiencia. No obstante, en su camino (y en el de nuestro sino glorioso) se interpusieron problemas de índole bien disímil. En los carnavales conoció a la hija menor de los Pastuzzi, los de la ferretería. En abril empezaron a afilar casi en secreto, ya que don Pastuzzi se negaba de plano a casar a su niña con un nada próspero ayudante de gomero. El temperamental italiano era insensible, por lo visto, a la fastuosidad de ganar un yerno estadísticamente irreprochable. De modo que en septiembre, con cuatro partidos por delante, Ernesto Lorenzo y su furtiva prometida huyeron del pueblo con el firme propósito de casarse lejos de allí, y dejar que el tiempo ablandase los resquemores del belicoso ferretero.
Ni las redadas del comisario (más interesado en volver a colocar a Lorenzo bajo los tres palos que en castigar el ultraje) ni las que encabezó el propio Pastuzzi (firmemente decidido a ultimar a escopetazos al insolente) dieron resultado alguno.
La feliz pareja habría de volver al pueblo sólo cuatro años después, con dos hermosos hijos a bordo de un Ford destartalado. Enternecido, Pastuzzi acabaría perdonándolos, y ascendiendo a Ernesto «Tito» Lorenzo al preciado rango de habilitado en la ferretería. Lo cierto es que con su huida Lorenzo había ganado la felicidad doméstica, pero había dado la espalda para siempre a la oportunidad única de vivir eternamente en el recuerdo de sus coterráneos.
Entonces sí, por fin, llegó la oportunidad de Rómulo Lisandro Benítez. La foto futbolera más antigua que de él se conserva –la única, por otra parte– lo inmortaliza con una gorra echada sobre los ojos, un buzo estrecho, los pantalones cortos y anchos, las medias bajas, el balón oscuro bajo el brazo. La pinta esperable del arquero nato. La mirada confiada, el gesto firme, la apostura segura. De nuevo aquí el tiempo ha torcido las cosas. En septiembre de 1942 Rómulo era un yuyo mal germinado: las espaldas estrechas, el rostro enjuto, las patas chuecas, el espanto de la responsabilidad dibujado en su cara de pibe. Cuando se plantó bajo los tres palos, en su debut, parecía una mosca posada en un mar de leche: el arco le quedaba inmenso, le sobraba por todos lados. La famosa fotografía, de hecho, la tomarían recién el día de su consagración definitiva como recordman inalcanzable, cuando la historia ya estuviese borrada y escrita de nuevo, e hiciera falta un Rómulo gallardo y arrogante, capaz de atajarle pelotazos al destino mismo.
Por suerte o por desgracia, los defensores del Atlético eran una mezcla inestable de virtuosos futbolistas y feroces carniceros. Ellos, los verdaderos héroes anónimos de la saga legendaria, hacían su trabajo con la parsimonia natural de los de su oficio, al cobijo de una lógica de hierro: si pasa el hombre, no pasa el balón; si pasa el balón, no pasa el hombre. A otra cosa. Tal vez árbitros más solícitos para con las estipulaciones reglamentarias hubiesen diezmado nuestras filas. Pero los dirigentes del Atlético sabían hacerse entender: ¿quién sería capaz de echar a perder semejante fiesta popular? De modo que en los dos primeros partidos ni se le acercaron al área. Rómulo tocó dos veces la pelota, y fue para sacar del arco.
Pero allí no terminaron las complicaciones. Lito vino desde la capital con la terrible novedad de que le habían dicho que en España había un equipo de segunda división con un «récord conjunto» de más de tres mil quinientos minutos. No era una versión confirmada, pero de todos modos sembró el pánico. ¿Cuánto podía aguantar el alfeñique ese que se las daba de arquero? A duras penas pasaría el resto del campeonato. Pero... ¿y el año siguiente, en el provincial? En la reunión de comisión directiva al párroco se le ocurrió preguntar qué quería decir eso de «récord conjunto», concepto que hasta entonces se había repetido hasta el hartazgo en boca de los apesadumbrados coterráneos sin entender muy bien su significado. Lito aclaró que se trataba de un récord por equipo, que incluía cambios sucesivos –tres o cuatro, creía–en el puesto de arquero titular.
Fue entonces cuando se decidió torcer la historia. Rómulo Lisandro Benítez fue titularizado desde el antepenúltimo partido de la campaña de 1940. Portela y Lorenzo fueron sepultados en la negritud del silencio eterno. Se enmendaron planillas, se adornaron veedores, se injertaron crónicas de atajadas memorables en las reseñas deportivas de los diarios de los lunes. Lito, mi amigo del alma, se desentendió del asunto para siempre, asqueado de la voluptuosa hipocresía de los nuestros. Desde entonces se desahogó conmigo, refiriéndome los pormenores del engaño tal como aquí los vuelco.
En medio del torbellino, Rómulo Lisandro Benítez se dejaba llevar sin resistencias por la senda de la gloria prometida. Mejoró su vestimenta, se hizo pulir a dentadura, compró una motoneta. El codo de los tres mil cien minutos se dobló sin estridencias en noviembre, con el título asegurado, y con dos partidos pendientes.
En la penúltima fecha Rómulo debió embolsar un cabezazo. Fue un centro intrascendente, mal conectado por un centroforward carente de convicciones. El recordman dio dos pasos y abrigó el balón en su pecho. Yo estaba en la tribuna, y aún hoy recuerdo el quejido de alivio que, como una brisa súbita, recorrió a la concurrencia. Después del match Rómulo aseguró que pensaba retirarse al finalizar
la temporada. Era entendible: le habían prometido un puesto en la delegación municipal, mucho mejor remunerado que su antigua y sacrificada profesión de cadete en la tienda Los Constituyentes. En aquel entonces no comprendí muy bien los motivos que llevaron a nuestros prohombres a proponerle tan veloz retiro. Fue Lito, por supuesto, quien me sacó de mi ignorancia. Cuanto más durase el tole tole, me dijo, más chances había de que saltara la liebre. De modo que una vez sellado el récord, lo más aconsejable era fijarlo para siempre en el bronce y salvarlo así de futuras impugnaciones.
La última fecha del campeonato fue inolvidable. Éramos locales ante el Sport Cañada y ellos, que estaban al tanto de nuestro milagro doméstico, vinieron dispuestos a cortar la racha. El cálculo era sencillo. Nuestro pueblo entraba en la historia, pero el de ellos también, como la cuna de los comehombres que habían puesto fin a tanta hazaña. Decididos a penetrar en el bronce aunque fuese a los codazos, los energúmenos suplían con tesón lo que les faltaba de condiciones, y si no llegaban a posiciones de peligro se debía a la peculiar combinación de energía en la marca y comprensión en el arbitraje que tan buenos resultados nos había deparado en esas dos temporadas.
Pese a todos los recaudos, a dos minutos del final se escapó el win izquierdo.
Era un gurí chiquito, veloz, entrometido, que dejó pagando sucesivamente a los dos centrales y encaró al desprevenido Rómulo, que para entonces ya estaba pensando en cómo sería la vida detrás de la gloria. El pibe lo midió, esperando que saliese a achicar, pero Rómulo al verlo quedó estático sobre la línea de cal. Nadie le había dicho que podía ocurrir semejante percance, y ese chiquitín era, a juzgar por el rojo gastado de la camiseta, un contrario, el primero que pisaba su área con posibilidades ciertas de mandarla a guardar.
Rómulo intento pensar rápido, pero ni aún la promesa de la fama podía ponerlo a salvo de sí mismo. Era un paquete. No había caso. Jugaba al arco porque con las piernas era aún más torpe que con las manos. Hubiera querido echarse a llorar, pero no había tiempo ni para eso. El win lo medía con delectación, listo para sacudirlo. Rómulo avanzó un par de pasos, tropezando, con los brazos en alto, contra toda la ortodoxia escrita a lo largo de las centurias para el buen arte del golero, y se quedó de nuevo tieso y con cara de bobo.
El delantero sacó el zapatazo al palo izquierdo. Rómulo se lanzó tras el balón, más persuadido por la fuerza del deber que por el consejo de su intuición. Llegó tarde, por supuesto. Cuando aterrizó, sus manos se cerraron sobre la nube de polvo dejada por la pelota. En la tribuna muchos cerraron los ojos. Yo los mantuve abiertos. Y vi con ellos cómo la bola pegaba en la base del poste y volvía a la cancha. Cualquier arquero mediocre hubiese seguido la trayectoria del balón con la cabeza vuelta hacia el arco, aún desde el suelo, y lo habría atrapado en su camino de retorno. Pero Rómulo no sabía ni hacia dónde quedaba su propio arco, de modo que permaneció tirado en el área chica, con los ojos apretados y la boca abierta. Al instante siguiente la pelota le pegaba en la nuca y volvía hacia la valla, dispuesta a enmendar el aparente error de la Providencia. En medio de una tribuna aterrada, contemplé el instante histórico en el que el balón detenía su marcha sobre la propia línea de cal bajo los tres palos, y ahí quedaba mansito.
El win, sin poder creer su mala suerte, emprendió veloz carrera desde el punto penal para terminar con el suplicio de una vez por todas. Si en primera instancia Rómulo desconocía para qué lado quedaba su arco, a esta altura ignoraba para qué lado quedaba el mundo. En medio del pánico, atinó a advertir que lo que tenía debajo era el piso, y que debía ponerse de pie cuanto antes, como para orientarse mínimamente. Con la fanática esperanza de que, si se apuraba, todo volvería a estar en orden, dio un brinco rápido y quedó de espaldas a la cancha, de cara a la red de su propio arco. Después diría que todo fue premeditado. Pero yo puedo jurar que fue pura chiripa. Aún conservo recortes de La Verdad en los que afirma que vio el balón sobre la línea y que, advirtiendo la carrera del win por el rabillo del ojo izquierdo, se lanzó en palomita para atesorar la pelota antes de que el delantero lo sobrepasara. Todo eso es mentira. Simplemente sucedió que Rómulo se puso de pie en el instante mismo en que su adversario se disponía a saltar por sobre su cuerpo para abreviar camino. De modo que cuando el otro se levantó, el delantero se lo llevó puesto en velocidad, y ambos rodaron hacia el arco.
Ni aún entonces Rómulo tomó cabal conciencia de lo que estaba pasando. Tal vez pensase que se trataba de un castigo celestial por participar en la impostura, por el cual se lo condenaba a vivir el resto de su vida en medio una tormenta de polvo. O quizá intuyó erróneamente que el delantero era parte de la conjura, y que simplemente porfiaba con el gol por un exceso de celo en guardar las apariencias.
Lo cierto es que la pelota la terminó sacando el gordo García, uno de los famosos backs sanguinarios, que para cumplir su cometido tuvo que meterse dentro del arco y despejar desde allí, tan sobre la línea había quedado la pelota. Ahí terminó todo.
El arbitro, asustado tal vez por el imprevisto cariz que habían tomado los acontecimientos, pitó tres veces y concluyó el asunto. Rómulo fue subido en andas, y paseado en torno de la cancha por una multitud fervorosa que coreaba su nombre y festejaba el ingreso definitivo del pueblo en la historia del fútbol moderno.
Nuestros dirigentes se regocijaron al comprobar el modo en el que habían conducido el asunto: el gobernador había vuelto ese año a suspender los descensos, con lo que ellos, sabiamente, habían sabido trocar una nueva frustración en una hazaña inolvidable.
Recuerdo todo aquello con la precisión con la que atesoramos las cosas de la juventud. Pero entre todas las imágenes que puedo evocar se destaca por sobre todas las demás la de las primeras palabras que escuché de boca de Rómulo una vez consumada la fábula. Era casi de noche. Recuerdo unas grandes nubes encendidas de fuego sobre la inmensidad del horizonte. Entramos al campo de juego con Lito, quien, libreta en mano, se disponía a realizar el reportaje de rigor a regañadientes. El héroe, con la cara aún pintada de polvo, estrechaba algunas manos, posaba para las últimas fotos, esas que con los años se han constituido en la prueba indiscutible del milagro consumado, y en las cuales Rómulo sonríe a la cámara desde el promontorio de la gloria.
Lito avanzó hacia él y yo lo seguí. Ellos se conocían desde tiempo antes, a través de una o dos amistades comunes. Se saludaron, y Lito, con naturalidad, intentó iniciar la charla medio en broma, como le habían enseñado en la redacción de la capital en la que hacía sus primeras armas. «Qué suerte esa salvada sobre el final, ¿no, Rómulo?», dijo.
El otro lo observó con una mirada extraña. Era una mezcla de sorpresa, de profunda perplejidad, de cierta conmiseración. Terminó por sonreír compasivamente. Sacudió la cabeza, carraspeó un par de veces y escupió a un costado, como meditando una respuesta. Al final nos miró a ambos y luego levantó los ojos más allá de nosotros, hacia el campo de juego que empezaba a sumirse en las tinieblas.
«La pucha», empezó, y volvió a sacudir la cabeza. «Al saber lo llaman suerte», concluyó. Después nos dio la espalda, y nos olvidó para siempre. La última imagen que me viene a la memoria es la de Rómulo Lisandro Benítez, con la gorra estrujada en la mano derecha, la ropa sucia y el paso confiado, alejándose de nosotros, perdiéndose en las sombras de la noche junto al banderín del córner,escalando sin prisa los peldaños de la eternidad.

Eduardo Sacheri

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